Opinión

Los malos silenciosos

Torva Friedman, enseñando el número que le tatuaron los nazis junto a otros niños en unas imágenes grabadas por los soviéticos.

Torva Friedman, enseñando el número que le tatuaron los nazis junto a otros niños en unas imágenes grabadas por los soviéticos. Cedida por la editorial

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Hace días que vas y vienes con el libro en tu mochila. Desde mi atalaya de desvelos de padre sin manual de instrucciones me pregunto cómo se entenderán tus doce años de alegría implacable con el dolor desgarrado de El niño con el pijama de rayas.

Hoy, al recogerte del colegio, tu inusual mueca de tristeza me ha respondido: "Ya he terminado el libro". De camino hacia casa has desgranado la historia de Bruno y Shmuel, mientras yo encajaba que las últimas hojas de tu infancia caen como lo han hecho las del otoñado parque que atravesamos mientras hablas. Casi llegando has deslizado una pregunta en forma de espoleta: "¿Cómo puede haber gente tan mala?" y sin pretenderlo has activado el arsenal de tormentas, dudas infinitas y escasas certezas que casi ayer poblaban el páramo de mi adolescencia.

Por la tarde has visto la película, "peor que el libro, pero también he llorado…". Tus cavilaciones en voz alta sobre el drama de Auschwitz seguían fraguando durante la cena y yo he aceptado el envite respondiendo a tu pregunta de la mañana con otras tantas de mi cosecha. Entre el olor a rescoldo de roble y encina, con Troylo dormitando en su tercio del sofá, con mamá capeando trampantojos de urgencias en el Divino y con Jimena en León entre metabolismos, enzimas y otros lances, tú y yo hemos convertido la bodega, sanctasanctórum de nuestros inviernos, en ágora mayéutica.

Te he contado que Hitler no llegó al poder por un golpe de Estado, que en sus mítines se refería a los judíos como "plaga", "parásitos" o "veneno para la raza", que el Partido Nazi fue el más votado en las elecciones de 1932 y aunque sin mayoría logró gobernar mediante pactos posteriores. Nada nuevo.

Hemos estado de acuerdo en que personas malas, en la peor acepción del adjetivo, en todos los tiempos y de cualquier ideología, llegan al poder porque otras muchas, aparentemente no tan malas, lo permiten mirando hacia otro lado, callando, agachando y creyendo lo que les conviene. Éstas pasan por normales, pero son peligrosamente normales. No opinan para no molestar o por la pereza que les provoca argumentar, presumen de equidistancia por despreciable que sea alguno de los extremos de los que equidistan, no discrepan para no caer mal, no hacen ruido por si les señalan, asienten ante una opinión y ante la antagónica, cuando se quejan lo hacen tan mansamente que casi acatan, no les compensa ningún tipo de lucha, aunque participan de un estúpido buenismo (perdón por la redundancia) y ante injusticias que ahogan a los otros, ellos jamás se mojan. La cobardía señorea sus existencias. Por duro que resulte asumirlo, son los malos silenciosos, los malos necesarios para que otros malos egregios, más atrevidos y con menos escrúpulos desplieguen su maldad, sin líneas rojas y sin límites.

En este punto me asalta un temor. ¿Confundirás el valor necesario que te insinúo, para no languidecer en la intrascendencia, con la temeridad irresponsable que puede complicar la vida hasta ponerla en juego? Tranquila, no os educo para heroicidades, ni para inmolaciones, pero sí para decir no cuando es cuestión de principios, aun a sabiendas de que una vida con principios es mucho más difícil que una vida sin ellos.

Me alivia constatar que me entiendes. Inteligentemente extrapolas mis reflexiones atemporales a tu realidad inmediata. ¡Estamos en el buen camino! Me dices que no sólo se trata de no hacer chistes sobre el más tímido de la clase, sino de no reír las burlas del más estúpido. Ahí empieza todo y ahí podría acabar todo, en las cosas pequeñas o no tan pequeñas de nuestro día a día. Quien se resigna ante el escarnio del más débil, ante la humillación del más vulnerable, quien aplaude la trampa del más pícaro y calla ante las injusticias que benefician a unos pocos machacando a otros, está sentando las bases de grandes infames y de grandes infamias, que después no serán tan fácilmente evitables.

Antes de que Hitler gaseara a millones de inocentes una sociedad le aupó al poder y permitió, no sólo de forma explícita, sino también con una indiferencia criminal, que las Leyes de Núremberg de 1935 allanaran el camino hacia "la solución final".

La maldad no está en ser progresista o conservador, monárquico o republicano, masón, místico o asceta, palestino, judío o cristiano… La maldad se consuma cuando ayudamos por acción o por inacción a que una mala persona alcance el poder. Para Hitler los malos eran los judíos, para otros son la derecha, la izquierda, los discrepantes o los jueces que impiden blanquear a los peores. La obligación ética es ponerlo en duda. Realmente el gran drama es nuestra falta de decisión y de vergüenza para desenmascarar, aislar y frenar al malo, aunque se presente como uno de los nuestros.

Urge preguntarnos con valentía si formamos parte de ese ejército de malos silenciosos o al menos, ahora que estamos en nuestra particular ágora, escuchar a Sócrates: "Una vida que no se examine a sí misma no es una vida digna de ser vivida".